bajo el mármol de mi piel, cuando tu presencia
me enderezó los huesos y recompuso mi polvo.
Tu sonrisa obró el milagro santo de: “Levántate y anda”.
Y hoy me tienes resurrecto, acodado en las barandas
de mi pensamiento, observando cómo la lenta moneda
rodante del sol en el cielo, declina y da su sangre
como cordero sacrificado a Apolo. Viendo cómo el cielo sangrante
se acuesta en el degolladero del río y se emigra lento.
Imagino entre los brillos de escamas ensangrentadas
de su plata herida, una almadraba ficticia
cuyo solemne atún es el sol.
Estoy contemplando cómo se pintan estos terrones
masticados por el colmillo de la azada que nos vieron recostados,
en tonos bermejos, y arrastran su sombra horizontal
a distancias inimaginables.
Aquí espero que la luna esparza sus pétalos blancos
en blondas y meandros del río, y que las sombras vegetales
altas avancen encorvadas a comulgar sus hostias de nácar,
Aquí espero para contemplar las mariposas de luz
de la reina de la noche respirando este aire grueso
y saturado de galanes y jazmines que preñan la brisa.
Y cuando ya no me queda luz ni para el recuerdo,
cuando el líquido espejo del río no me da tu eco imaginario,
me aferro a tu foto invocando tu presencia.
Pido al Todopoderoso que me den esos ojos de papel
su delicada luz intermitente, su temblor emocionado
y ambarino hasta que brinque el trino de mi sangre
y se me hagan los labios cristalino preguntando:
¿Porqué esta distancia que nos separa
me tiene ausente de tu paraíso?
Mi afán es seguir tu derrotero exiliado como estoy
en esta parte a solas, ¡cabe tanto amor en un solo pecho!,
este afán de ti que sopla mis rescoldos y me congela
la nieve de mi vida a solas, esa agua de nieve humilde
que no me da para fuente y sólo se me hace hilo.
Sólo me queda tu palabra que hace del éter su sólido sendero.
Y yo aquí, ciego porque tu amor no siempre está en mis ojos,
depresivo y sufriente, me estoy encariñando nuevamente
con la muerte seductora. Mi soñar hace del río pétrea vía
para caminarla y aguardar en su fondo que me seduzca
y me bese ese rayo de luz de tu garganta,
en nueva resurrección para este amor desesperado.
Pepe Martín
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