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Siento el miedo sin recodo
de no tener un canto que entonarte.
Todo lo equivoco,
mendigo de lo absurdo,
desdoblando el eco de mi voz por nuestras paredes
entre el llanto y el delirio,
entre el violín y el dislate.
Sin ti carezco del clavo de fe donde asirme en la caída,
y siento el terror del amor que nos resbala,
de ver las alas plegadas de un Eros que se nos va.
Y yo con los labios mudos invadidos de nieblas,
carrillón de campanas que no llaman, que no rezan,
porque tengo la laringe agarrotada
en tizones de vergüenzas semilleros de horas bajas.
Y siento que este nudo en mi garganta
hace a tu corazón antípoda del mío
rompiéndome la médula del alma.
¡Sufro en ventanas de llanto y horizontes de sangre!…
Mi verso se pierde en mi boca deshabitado,
superviviente, sin destino, moribundo.
El reloj de mi lengua degusta muertas horas antiguas
siempre empobrecida de la palabra que no te contiene,
demente del timbre ausente que le cante a tu cántaro
con baladas de fuego que te lloren:
¡te quiero mucho amor mío!
y este dolor redondo en mi entrepierna
nunca satisfecha y agria de nostalgias.
Pepe Martín
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